martes, 24 de diciembre de 2013

AROMA A AMONIACO EN EL PELO

Quizás haya pocas ocasiones en que me haya sentido tan excitado como cuando bajábamos hasta el quiosco de Juan de la Cierva a comprar petardos. Siempre se producía la misma liturgia, llegábamos hasta allí y esperábamos hasta que no hubiera nadie comprando; nos acercábamos a la puerta trasera por donde se accedía y llamábamos con dos golpes; el viejo quiosquero salía, pedía el dinero y preguntaba la cantidad; al rato salía y nos entregaba el preciado tesoro. Volvíamos corriendo a las margaritas, nuestro barrio, pensando en donde íbamos a poner cada uno de los petardos que habíamos comprado. Siempre caía alguno cerca de la ventana donde vivía el viejo Tomás, un malo de cuento de Navidad, de esos que los niños temen y odian a partes iguales. También fueron cientos las latas y litronas reventadas por algún petardo, aunque ninguno causo más estragos que aquel que pusimos en una mierda de perro frente a las sabanas blancas recién tendidas en un bajo.

No solo con petardos saciábamos nuestra sed de gamberrismo, las bombas fétidas eran el arma más utilizada en aquellas fechas. Los objetivos eran variopintos pero todos los días caían tres o cuatro en los “recres” del Narciso, que si no tenía bastante con controlar los golpes en las máquinas, esos días también debía andar con la fregona de un lado para otro. Aunque no era el que mas se podía quejar por los ataques de esas bombas pestilentes, la “horchatería valenciana” y el quiosco “del Jula” se llevaban la palma en ese aspecto.

Otro elemento que causo estragos en mis navidades infanto-juveniles fueron los botes de nieve en spray, daba igual cuanto intentaras evitarlos, al final siempre volvías a casa con ese olor horrible olor a amoniaco en el pelo. Con el tiempo los fueron vendiendo ignífugos, pero recuerdo como con los primeros hacíamos auténticos lanzallamas para quemar la hojarasca a distancia. Supongo que ahora, con la distancia, más de uno se asustará ante tanta imprudencia, pero en aquella época estas sensaciones solo eran sabrosa adrenalina regando nuestros pensamientos preadolescentes.

Pero en navidad no todos los días había dinero para comprar petardos, bombas fétidas o sprays de nieve. Uno de los divertimentos más barato y emocionante consistía en ir a quitar los adornos del mercado. En realidad consistía en hacerlo delante del “guardia jurado” y conseguir escapar sin que te pillase, es por ello que los adornos más cotizados eran los que estaban cerca de su garita. La jugada maestra era esperar que saliera de ella e ir a llamar al timbre con el que se le avisaba. Luego tocaba esperar pacientemente hasta que llegara, había que aguantar, y cuando más cerca estaba cada uno salía corriendo por alguno de los pasillos de las galerías intentando coger las guirnaldas que colgaban del techo. Aún recuerdo el susto que me pegue el año que decidieron poner dos guardias en vez de uno, algo de lo que no me percaté hasta que al creer que escapaba de aquel vigilante que iba hacía la garita, surgió otro en dirección contraria que “solo” acertó a atrapar el gorro de mi cazadora coreana.

La cabalgata de los reyes también hacía agudizar las habilidades motrices de los chavales. Siempre bajaba por la avenida de las ciudades, y había que moverse como culebras entre las piernas de la gente para pillar la mayor cantidad de caramelos, pocos eran los años en que no volvíamos con los bolsillos llenos. Aunque recuerdo muy especial el año de la nevada, en que pudimos dar cumplida venganza de la violencia con que muchos pajes tiraban los caramelos. Así, el paso de la cabalgata por el barrio se convirtió en un bombardeo de bolas de nieve desde las calles hacía las carrozas.


Con el tiempo el gasto en artículos de broma fue menguando.- Cada vez el dinero que reuníamos en esas fechas iba destinado en mayor medida a la sidra. A cincuenta pesetas llegamos a comprar las botellas en la bodega de la plaza, fueron los primeros conatos de borrachera y el paso a otro tipo de navidades. El paso de la niñez a la adolescencia donde muchas cosas cambiaron, pero algunas siguieron y aún hoy siguen siendo iguales. Las navidades huelen a petardo, a bomba fétida, a amoniaco en el pelo y a sidra. Siguen teniendo el paisaje de mi barrio y se siguen disfrutando con la compañía de amigos y familia. Seguimos brindando y recordando con nostalgia aquellos tiempos en que las navidades eran distintas. Aquellas navidades en que los niños nos pasábamos el día haciendo gamberradas y huyendo por las calles de las margaras. 
GOCA