sábado, 28 de abril de 2012

¡Mamá quiero ser artista!.- Primeros pasos


Todos los niños alimentan su imaginación con sueños en los que sus habilidades son admiradas por todo el mundo. En mi barrio lo habitual era que los chavales soñaran con ser futbolistas y que sus goles enardecieran las gradas, algo que en mi caso no fue así. Pronto empecé a darme cuenta de que no podría ganarme el pan con cualquier actividad que dependiera de una acertada coordinación motriz. En el caso del futbol, por si no lo tenía suficientemente claro, mi queridísimo padre y su cruel sinceridad se encargaron de gravármelo a fuego en el cortex prefrontal. Así que huérfano de sueños deportivos, mis anhelos se centraron en la interpretación. Algo seguramente muy común  en la infancia, y menos extraño aún en un chaval que se pasó toda la enseñanza reglada con una mano levantada y con la otra sujetando el codo para no desfallecer en el intento de participar en clase. Mi afán de hablar en público fue de la mano del anhelo de ser actor, y algunos pasos di, aunque estos fueran torpes e imprecisos.

Para recordar mis primeros pinitos como actor he de remontarme a segundo de EGB. Para aquellos a los que tanto plan de estudio haya dejado perdido, la EGB respondía a las siglas Educación General Básica, y se correspondía con segundo de primaria. Sobre la perdida de mi virginidad teatral, solo puedo recordar que estaba nervioso, no fue como imaginaba y acabe llorando. Esto hace que crezca mi ego con respecto a la perdida de mi virginidad real, por lo que queda claro que cualquier desastre puede ser  adornado en la memoria si le buscamos la comparación adecuada.

Pero volviendo a mi estreno teatral, lo primero que llega a mi mente es el momento en que la seño nos dijo que íbamos a representar un belén viviente el último día de clase antes de las vacaciones de Navidad. Mi cabeza empezó a bullir y a imaginar cual podía ser el papel que me tocaría interpretar, si bien la representación no tenía más diálogo que la presentación de personajes que harían dos compañeros. El primer papel en el que me imaginé fue en el de San José, aunque tampoco me desagradaba ser cualquier rey mago e incluso el ángel anunciador. Ilusiones que iban cayendo en saco roto según iba desentrañandose el reparto.

Pastor, ese fue mi brillante debut interpretativo. Supongo que no habiendo dado papeles para representar una nube, ser pastor era lo mas accesorio que se podía ser en esa obra. Si todo esto supuso una gran frustración inicial, lo peor aún estaba por llegar. Mi mente infantil podía entender que mi padre no pudiera acudir a mi debut por la cantidad de horas que trabajaba. Lo que a mi mente le costó comprender un poco más, fue que ese día mi madre tuviera que acudir a la casa donde limpiaba una vez a la semana. La consecuencía fue vivir mi primera representación llorando desconsoladamente al ver como los padres de mis compañeros llenaban el salón de actos, mientras que a mí solo podía haberme ido a ver mi tía, que se mostro infinitimente comprensiva con mi comportamiento. Años después al ver la foto que inmortaliza mi debut se pueden apreciar unos ojos rojos y vidriosos como consecuencia de la interminable llantina.

Posteriormente puse a pruebas mis dotes de interpretación en algunos gags que representaba en casa cuando celebrábamos un cumpleaños, para mayor chanza de mis primos. Del mismo modo las hogueras en los campamentos se convertían en un escenario ideal para dar rienda suelta a mis dotes interpretativas. Pero si se puede destacar un momento que sirvió para cerrar los primeros pasos en mi corta y fugaz carrera hacía la fama, este fue mi primera aparición televisiva y única todo sea dicho.

“La guardería”, así se llamaba el programa de televisión al que con diez años llevaron a toda mi clase. Teresa Rabal era la presentadora de este programa infantil hecho para que los niños desayunaramos sin molestar demadiado. Sobre la presentadora que llenaba de dulzura tantos discos infantiles, pistas de circo y presentaciones de talento infantil, solo puedo recordar su metamorfosis nada más dejar de grabar las cámaras. En ese momento toda esta dulzura era devorada por la Cruella de Vil más real que haya conocido nunca, tanto por su histriónico carácter como por su manera de devorar tabaco.

Allí se nos dio la oportunidad de contar un chiste a cambio del último disco de la Rabal y de ser protagonista en televisión durante treinta mágicos segundos. En ese momento el repertorio de chistes que había aprendido de mis primos y tíos se hubiera convertido en mi más preciado tesoro, sino fuera por la difícil adaptación a la programación infantil de casi todos ellos. Pese a esto me permitieron contar el más suave, que aun siendo así provocó tal explosión de risa en el plató, que Teresita tras dar paso a publicidad expreso la primera crítica sincera que han recibiodo mis dotes interpretativas: “¡Joder con el pecoso! ¡Con lo inocente que parecía!”.

lunes, 9 de abril de 2012

¡Rubén! ¡Sube con cuidado!

La “señá Carmen”, como así la conocían en el barrio, se levantaba de una cama en la que otra vez no había podido dormir ni un minuto durante las dos horas que había permanecido acostada, después de haber deambulado por la ciudad sin rumbo durante casi toda la noche. Su liturgia mañanera no había cambiado mucho desde que veinte años atrás regresara a su casa y a su barrio. En primer lugar se quitaba las vendas que cubrían las heridas ya cicatrizadas que rodeaban sus muñecas y tobillos, las frotaba ligeramente en un fregadero cuyo agua había abandonado su disfraz incoloro hacía mucho tiempo y las tendía en la cuerda de la terraza. Posteriormente descolgaba las vendas que el día anterior habían pasado por el mismo proceso y con ellas volvía a cubrirse las heridas que solo ante sus ojos permanecían sangrantes.
 Como ocurría diez de cada nueve días, hoy se le había olvidado lavarse. Dicen que la mente es selectiva en sus recuerdos, y ella hacía tiempo que asociaba la bañera a un chorro de agua helada en aquel enorme castillo perdido entre pinares. Es por ello que saltaba ese paso en busca del vestido que se pondría hoy. Quizá eligiera aquel vestido de flores amarillas y naranjas salpicado con alegres mariquitas; o ese en el que salían dibujados tres almendros en flor sobre una mañana primaveral; o aquel otro en el que se mezclaban los dibujos de melocotones, plátanos y manzanas. Pero no, ya había visto nubes salpicando el cielo y esos días le gustaba ponerse aquel viejo vestido negro sobre el que se estampaban cuatro enormes espigas de trigo dorado. Luego agolpaba su pelo blanco en un moño perfecto, que asemejaba su cuero cabelludo a la tapa de una vieja olla.
Después de esto, salía a la calle con un café amargo y un trozo de pan duro como único desayuno. Bajaba lentamente desde aquel quinto piso sin ascensor y su boca desdentada mascullaba un quejido continuo parecido al de las viejas plañideras que murmuran el rosario ante un difunto.  Parecía absorta en sus pensamientos o en el amarillo desgastado de las paredes de la escalera,  pero era perfectamente consciente de los cuchicheos de sus vecinos e incluso del sonido de las mirillas al pasar delante de una puerta. Ese mismo sonido que antecedió a la figura de un policía que treinta años antes había venido a contarle las últimas noticias que había tenido de su Antonio.
Una vez en la calle sus pasos marcaban un sendero que su mente había tejido por primera vez aquella fría mañana en que junto a Antonio salió en busca de Rubén, solo que ahora ya no lo hacía por ningún objetivo en concreto. Probablemente la luz del sol iluminara esa ruta que tenía marcada a fuego en su cabeza y ni los cinco largos años que hubo permanecido en aquel horrible castillo habían podido borrarla de su memoria. El mejor momento en aquella peregrinación diaria llegaba cuando cerca del mediodía accedía al parque que había junto a la iglesia del barrio. Cuando el sol daba una tregua al frio del invierno y la sombra de las moreras hacían más dulce el verano. Entonces se sentaba en el banco y podía escuchar a los gorriones cantando y a los niños jugando en el parque, incluso algunos días podía percibir la risa de Rubén corriendo hacía esa pelota de trapo que tanto le gustaba. Era en esos momentos donde podía abandonar su rezo, porque sus fantasmas permanecían alejados. Sin duda, eran las cuatro horas de paz que cada nuevo día le brindaban.
 Ahora ya solo quedaba levantarse del banco, escuchar los insultos de algunos gamberros del barrio y darse una larga caminata por el paseo que daba acceso a los numerosos colegios e institutos del barrio. Hasta pasar por la puerta del hogar de ancianos donde cada día hacía lo imposible por esquivar a aquella mujer que se definía como una “asistenta social” y que aseguraba querer ayudarla. Pero a la “señá Carmen” ya no la engañaban, esas palabras ya las había oído antes, cuando la separaron de su casa y de la búsqueda de Rubén. También se las había oído a otra mujer perfumada y elegantemente maquillada, a aquel demonio de bata blanca que atravesaba sus sienes con relámpagos en aquel castillo perdido entre pinares. Aquel castillo donde cada noche ataban sus pies y sus manos y que sin saber ni cómo ni porque un día cerraron. Aquella jaula a la que se había acostumbrado y de la que un día, sin explicación alguna, la devolvieron a una casa, que ahora habitaría junto con los fantasmas que ese castillo le había legado.
A media tarde llegaba a su casa, cuando el sol aún agonizaba, para comer algo que en su peregrinaje hubiera encontrado. Permanecía sentada en la terraza con la mirada pérdida en el limbo y abandonaba la casa antes de que sus fantasmas con la oscuridad llegaran. Mientras mis infantiles piernas subían raudas las escaleras, entre el tercero y el cuarto, la encontraba con su paso lento y su rezo monótono. Como siempre la saludaba con prisa y sin atender a las palabras con que siempre me respondía:
-¡Rubén! ¡Sube con cuidado!

martes, 3 de abril de 2012

Butaca vacía para dos

Seguramente comprar entradas para dejar una butaca vacía pueda ser considerado un acto estúpido y fuera de toda lógica. Pues bien, he de entonar el “mea culpa” sobre esta afirmación, ya que llevo dieciséis años con las entradas para una butaca que aun no he llegado a ocupar.

Esta butaca no es la que se compra para un espectáculo de cine o de teatro cualquiera, sino que este asiento está reservado en el cine de la primera discoteca que pise, el cine de la discoteca Kavana, en Getafe.  No creo que muchas de las personas que lleguen a leer esto hayan conocido esta discoteca del extrarradio madrileño, pero creo que muchas de ellas sabrán la connotación que conlleva un cine dentro de una discoteca. Pues en este cine se proyectaban videos y películas durante todo el tiempo que permanecía abierta la disco, videos y películas que no eran vistos por nadie pese a que la sala estuviese llena.

Creo que no sumaran más de treinta las ocasiones en que pise Kavana, y todas ellas están concentradas en el tiempo que va de los catorce a los dieciséis años. Este hecho es común a la mayoría de adolescentes que pasaron por Kavana durante la década de los noventa.  Pues a esta disco todo el mundo dejaba de ir, cuando ya tenía la edad permitida para entrar a la misma.
Aún recuerdo el ritual de beber unos calimotxos en el barrio antes de salir, para después guardar unas seiscientas pesetas para beberte un par de cervezas dentro. Eso sino tenías la fortuna de haber rapiñado ochocientas  pesetas con las que podías beberte un par de copas nacionales, ya que las mil pesetas para dos copas de importación se convertían en un objetivo demasiado alto para la mayoría de adolescente menores de dieciséis años de Getafe.
Pero antes de poder disfrutar de estos brebajes escuchando las canciones de más rabiosa actualidad, había que superar la barrera que suponían los porteros del local. Superar esta barrera era bastante complicado, no solo porque pudieran pedirte el carnet, y descubrir que no tenías los dieciséis años necesarios para pasar. Sino porque si tiraban a cualquiera de tus colegas la hazaña de haber logrado entrar quedaba en nada ante el refrán: “o follamos todos o la puta al rio”.
Una vez dentro la primera sensación era triunfal, corrías a tomar tu primera consumición mientras encendías un cigarrillo cargado de toses y mal sabor. A continuación buscábamos un sitio en la pista donde se pudieran ver de cerca a las gogos, pero que te permitiera ver una entrada por donde pudieran llegar preciosas adolescentes tan cargadas de hormonas como tú. El resto de la tarde podía presentar dos escenarios, emborracharte con tus amigos mientras observabas de manera lasciva a toda chica que pasara cerca de tí o conseguir esa conversación con la “amiga de” que te subía directamente a la sala de cine.
Esa sala de cine donde nadie veía lo que se proyectaba, ya que la vista solo llegaba a la butaca que tenías al lado.  Eso cuando no era una única butaca compartida por dos púberes que no dejaban de mezclar torpemente sus bocas mientras frotaban con ahínco sus cuerpos. Eran pocos los chicos que lograban subir a esa sala siempre que iban a kavana, exceptuando a aquellas primeras almas de voyeur que algunos ya iban descubriendo.
Pero siendo esto cierto, no lo es menos que todos mis amigos lograron subir en alguna ocasión a esa sala. Algunos eran asiduos y otros visitantes esporádicos, pero ninguno quedo sin coger su butaca para ver el espectáculo que se producía a menos de cinco centímetros de su boca.
Como toda regla general, esta tuvo en mí a su cruel excepción, ya que nunca logre subir a esa sala. Sino exceptuamos las ocasiones en que fui a buscar a mis amigos para decirles que ya cerraban y teníamos que volver al barrio. Solo hubo una ocasión en que estuve a las puertas de ese paraíso para adolescentes.
Era verano y la facilidad para entrar era mucho mayor. Ya que pocos quedábamos en el seco y caluroso agosto madrileño, los porteros ensanchabn su manga en busca de clientes con ganas de dejarse la paga en consumiciones. El comando estaba formado por Oscar, Chiky, Marcos y el que os relata. Marcos consiguió butaca muy pronto, mientras que los otros tres aún tomamos un par de cervezas antes de entablar conversación con un grupo de cuatro chicas. Oscar y Chiky pronto subieron con dos de ellas, permitiéndose la licencia de intercambiarse los ligues. Mientras tanto yo conseguí entablar una animada conversación con una de las otras dos chicas que quedaba. Hablamos, reímos e incluso echamos algún baile, hasta que se acerco a mi oído y me dijo en un susurro “voy al baño con mi amiga, y en un momento nos vemos en la puerta del cine”. Mi corazón empezó a palpitar y pude sentir como las pecas que salpimentaban mi cara iban uniéndose, azuzadas por el calor. Fui al baño, tome un trago de agua, retoque la gomina de mi peinado de raya a un lado y me dispuse a salir movido por el cosquilleo que emanaba desde la profundidad de mi estómago. Pero todo ese calor se convirtió en frio polar, cuando vi como la princesa de aquella tarde de verano entraba a la sala acompañada de su amiga y otros dos chicos.
Aun puedo recordar el sabor de la derrota en mi boca, una derrota agria y difícil de digerir. Aunque ayudo mucho a su digestión el par de consumiciones al que me invitaron mis amigos cuando salieron del cine. No penséis que esta invitación fue para superar la derrota, ya que siempre había días en que unos invitábamos a otros. Además, solo esta princesa a tiempo parcial y yo fuimos conscientes del varapalo que acababa de sufrir.
Desde entonces aún guardo las entradas para esa butaca para dos, sin haber sido capaz de cobrármelas. Ya que mis métodos para intimar con féminas en este tipo de lugares,  han estado siempre muy alejados del éxito. Pero años después he podido descubrir como esas entradas sin usar nunca han provocado en mi infelicidad, sino nostalgia…