La “señá Carmen”, como así la conocían en el barrio, se
levantaba de una cama en la que otra vez no había podido dormir ni un minuto
durante las dos horas que había permanecido acostada, después de haber deambulado
por la ciudad sin rumbo durante casi toda la noche. Su liturgia mañanera no
había cambiado mucho desde que veinte años atrás regresara a su casa y a su
barrio. En primer lugar se quitaba las vendas que cubrían las heridas ya cicatrizadas
que rodeaban sus muñecas y tobillos, las frotaba ligeramente en un fregadero
cuyo agua había abandonado su disfraz incoloro hacía mucho tiempo y las tendía en
la cuerda de la terraza. Posteriormente descolgaba las vendas que el día anterior
habían pasado por el mismo proceso y con ellas volvía a cubrirse las heridas
que solo ante sus ojos permanecían sangrantes.
Como ocurría diez de
cada nueve días, hoy se le había olvidado lavarse. Dicen que la mente es
selectiva en sus recuerdos, y ella hacía tiempo que asociaba la bañera a un
chorro de agua helada en aquel enorme castillo perdido entre pinares. Es por
ello que saltaba ese paso en busca del vestido que se pondría hoy. Quizá eligiera
aquel vestido de flores amarillas y naranjas salpicado con alegres mariquitas; o
ese en el que salían dibujados tres almendros en flor sobre una mañana
primaveral; o aquel otro en el que se mezclaban los dibujos de melocotones, plátanos
y manzanas. Pero no, ya había visto nubes salpicando el cielo y esos días le
gustaba ponerse aquel viejo vestido negro sobre el que se estampaban cuatro
enormes espigas de trigo dorado. Luego agolpaba su pelo blanco en un moño
perfecto, que asemejaba su cuero cabelludo a la tapa de una vieja olla.
Después de esto, salía a la calle con un café amargo y un trozo
de pan duro como único desayuno. Bajaba lentamente desde aquel quinto piso sin
ascensor y su boca desdentada mascullaba un quejido continuo parecido al de las
viejas plañideras que murmuran el rosario ante un difunto. Parecía absorta en sus pensamientos o en el
amarillo desgastado de las paredes de la escalera, pero era perfectamente consciente de los
cuchicheos de sus vecinos e incluso del sonido de las mirillas al pasar delante
de una puerta. Ese mismo sonido que antecedió a la figura de un policía que
treinta años antes había venido a contarle las últimas noticias que había
tenido de su Antonio.
Una vez en la calle sus pasos marcaban un sendero que su
mente había tejido por primera vez aquella fría mañana en que junto a Antonio salió
en busca de Rubén, solo que ahora ya no lo hacía por ningún objetivo en
concreto. Probablemente la luz del sol iluminara esa ruta que tenía marcada a
fuego en su cabeza y ni los cinco largos años que hubo permanecido en aquel
horrible castillo habían podido borrarla de su memoria. El mejor momento en
aquella peregrinación diaria llegaba cuando cerca del mediodía accedía al
parque que había junto a la iglesia del barrio. Cuando el sol daba una tregua
al frio del invierno y la sombra de las moreras hacían más dulce el verano. Entonces se sentaba en el banco y podía escuchar a los gorriones cantando y
a los niños jugando en el parque, incluso algunos días podía percibir la risa
de Rubén corriendo hacía esa pelota de trapo que tanto le gustaba. Era en esos
momentos donde podía abandonar su rezo, porque sus fantasmas permanecían
alejados. Sin duda, eran las cuatro horas de paz que cada nuevo día le
brindaban.
Ahora ya solo quedaba
levantarse del banco, escuchar los insultos de algunos gamberros del barrio y
darse una larga caminata por el paseo que daba acceso a los numerosos colegios
e institutos del barrio. Hasta pasar por la puerta del hogar de ancianos donde
cada día hacía lo imposible por esquivar a aquella mujer que se definía como
una “asistenta social” y que aseguraba querer ayudarla. Pero a la “señá Carmen”
ya no la engañaban, esas palabras ya las había oído antes, cuando la separaron
de su casa y de la búsqueda de Rubén. También se las había oído a otra mujer
perfumada y elegantemente maquillada, a aquel demonio de bata blanca que
atravesaba sus sienes con relámpagos en aquel castillo perdido entre pinares.
Aquel castillo donde cada noche ataban sus pies y sus manos y que sin saber ni
cómo ni porque un día cerraron. Aquella jaula a la que se había acostumbrado y
de la que un día, sin explicación alguna, la devolvieron a una casa, que ahora
habitaría junto con los fantasmas que ese castillo le había legado.
A media tarde llegaba a su casa, cuando el sol aún
agonizaba, para comer algo que en su peregrinaje hubiera encontrado. Permanecía
sentada en la terraza con la mirada pérdida en el limbo y abandonaba la casa
antes de que sus fantasmas con la oscuridad llegaran. Mientras mis infantiles
piernas subían raudas las escaleras, entre el tercero y el cuarto, la
encontraba con su paso lento y su rezo monótono. Como siempre la saludaba con
prisa y sin atender a las palabras con que siempre me respondía:
-¡Rubén! ¡Sube con cuidado!
-¡Rubén! ¡Sube con cuidado!
puffffffffffffffffffffffff ...desgarrador...
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