lunes, 9 de abril de 2012

¡Rubén! ¡Sube con cuidado!

La “señá Carmen”, como así la conocían en el barrio, se levantaba de una cama en la que otra vez no había podido dormir ni un minuto durante las dos horas que había permanecido acostada, después de haber deambulado por la ciudad sin rumbo durante casi toda la noche. Su liturgia mañanera no había cambiado mucho desde que veinte años atrás regresara a su casa y a su barrio. En primer lugar se quitaba las vendas que cubrían las heridas ya cicatrizadas que rodeaban sus muñecas y tobillos, las frotaba ligeramente en un fregadero cuyo agua había abandonado su disfraz incoloro hacía mucho tiempo y las tendía en la cuerda de la terraza. Posteriormente descolgaba las vendas que el día anterior habían pasado por el mismo proceso y con ellas volvía a cubrirse las heridas que solo ante sus ojos permanecían sangrantes.
 Como ocurría diez de cada nueve días, hoy se le había olvidado lavarse. Dicen que la mente es selectiva en sus recuerdos, y ella hacía tiempo que asociaba la bañera a un chorro de agua helada en aquel enorme castillo perdido entre pinares. Es por ello que saltaba ese paso en busca del vestido que se pondría hoy. Quizá eligiera aquel vestido de flores amarillas y naranjas salpicado con alegres mariquitas; o ese en el que salían dibujados tres almendros en flor sobre una mañana primaveral; o aquel otro en el que se mezclaban los dibujos de melocotones, plátanos y manzanas. Pero no, ya había visto nubes salpicando el cielo y esos días le gustaba ponerse aquel viejo vestido negro sobre el que se estampaban cuatro enormes espigas de trigo dorado. Luego agolpaba su pelo blanco en un moño perfecto, que asemejaba su cuero cabelludo a la tapa de una vieja olla.
Después de esto, salía a la calle con un café amargo y un trozo de pan duro como único desayuno. Bajaba lentamente desde aquel quinto piso sin ascensor y su boca desdentada mascullaba un quejido continuo parecido al de las viejas plañideras que murmuran el rosario ante un difunto.  Parecía absorta en sus pensamientos o en el amarillo desgastado de las paredes de la escalera,  pero era perfectamente consciente de los cuchicheos de sus vecinos e incluso del sonido de las mirillas al pasar delante de una puerta. Ese mismo sonido que antecedió a la figura de un policía que treinta años antes había venido a contarle las últimas noticias que había tenido de su Antonio.
Una vez en la calle sus pasos marcaban un sendero que su mente había tejido por primera vez aquella fría mañana en que junto a Antonio salió en busca de Rubén, solo que ahora ya no lo hacía por ningún objetivo en concreto. Probablemente la luz del sol iluminara esa ruta que tenía marcada a fuego en su cabeza y ni los cinco largos años que hubo permanecido en aquel horrible castillo habían podido borrarla de su memoria. El mejor momento en aquella peregrinación diaria llegaba cuando cerca del mediodía accedía al parque que había junto a la iglesia del barrio. Cuando el sol daba una tregua al frio del invierno y la sombra de las moreras hacían más dulce el verano. Entonces se sentaba en el banco y podía escuchar a los gorriones cantando y a los niños jugando en el parque, incluso algunos días podía percibir la risa de Rubén corriendo hacía esa pelota de trapo que tanto le gustaba. Era en esos momentos donde podía abandonar su rezo, porque sus fantasmas permanecían alejados. Sin duda, eran las cuatro horas de paz que cada nuevo día le brindaban.
 Ahora ya solo quedaba levantarse del banco, escuchar los insultos de algunos gamberros del barrio y darse una larga caminata por el paseo que daba acceso a los numerosos colegios e institutos del barrio. Hasta pasar por la puerta del hogar de ancianos donde cada día hacía lo imposible por esquivar a aquella mujer que se definía como una “asistenta social” y que aseguraba querer ayudarla. Pero a la “señá Carmen” ya no la engañaban, esas palabras ya las había oído antes, cuando la separaron de su casa y de la búsqueda de Rubén. También se las había oído a otra mujer perfumada y elegantemente maquillada, a aquel demonio de bata blanca que atravesaba sus sienes con relámpagos en aquel castillo perdido entre pinares. Aquel castillo donde cada noche ataban sus pies y sus manos y que sin saber ni cómo ni porque un día cerraron. Aquella jaula a la que se había acostumbrado y de la que un día, sin explicación alguna, la devolvieron a una casa, que ahora habitaría junto con los fantasmas que ese castillo le había legado.
A media tarde llegaba a su casa, cuando el sol aún agonizaba, para comer algo que en su peregrinaje hubiera encontrado. Permanecía sentada en la terraza con la mirada pérdida en el limbo y abandonaba la casa antes de que sus fantasmas con la oscuridad llegaran. Mientras mis infantiles piernas subían raudas las escaleras, entre el tercero y el cuarto, la encontraba con su paso lento y su rezo monótono. Como siempre la saludaba con prisa y sin atender a las palabras con que siempre me respondía:
-¡Rubén! ¡Sube con cuidado!

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