miércoles, 5 de diciembre de 2012

Aquel viejo Vals...



Aferrada a su bastón Luisa aprieta el paso e intenta inútilmente esconder bajo las solapas de su abrigo el calor que produce en sus mejillas su presencia. Todavía hoy sigue ruborizándose como cuando siendo una moza le vio por primera vez. Es como si pudiera escuchar a la vieja banda del pueblo tocando aquella melodía que la hacía volar por encima de la multitud.
Elías hoy va ensimismado en sus pensamientos mientras da su paseo matinal. Pero cuando levanta fugazmente la vista, y la observa venir hacía él, no puede evitar dibujar la misma sonrisa pícara con la que le invitó a bailar la primera vez. Siempre mantendrá esa actitud, fingidamente despreocupada, que solo esconde la enorme vergüenza que le provoca el simple contacto visual.

Un tímido “hasta luego” por parte de ambos sella el cruce en el camino, como sí el otro fuera un vecino más, uno con poca confianza como para perder el tiempo parando a charlar y a pasar frio en esta mañana de octubre. Ambos tienen a sus hijos esperándolos en casa, unos hijos ignorantes de las barreras que los separan. Unos hijos que a diferencia de sus padres no tienen razones que recitar, por las cuales no deben gastar ni una minúscula gota de saliva en pararse y hablar. 

Pero aún así da igual, eso ya no importa, ambos se ven sin fuerzas para escalar ese muro invisible que durante tanto tiempo construyeron para ignorarse. Tantos esfuerzos tomaron terceras personas en que se vieran con unos ojos que no eran los suyos, que ya no merecía la pena. Y sin embargo ¿por qué el calor sigue recorriendo sus tripas ante la mera presencia del otro? ¿Cómo puede alguien a quien se han esforzado tanto en obviar provocar emociones que no entienden de arrugas?

Y es que ambos gastan mucho esfuerzo en esconder aquello recuerdos que los acercan, que los llevan a momentos donde no se esquivaban. Donde sus pies bailaban y sus brazos se entrelazaban, donde las cabriolas al ritmo de aquel viejo vals les elevaban por encima de la gente y de sus habladurías. ¡Ay, recuerdos! Recuerdos impregnados de esa melodía y que están a medio camino entre la realidad y la fantasía.

 Pero una vez se han cruzado, los dos vuelven a sentirse derrotados, vuelven a sentir como la insatisfacción les invade. Mientras, los dos adolescentes que aún atesoran en su interior se lanzan a bailar invadidos por el espíritu de aquel viejo vals.
 GOCA


jueves, 24 de mayo de 2012

¡Iglú, dulce iglú!


Faltarían dos semanas para que la Navidad llegara a Madrid, era una fría noche de jueves y la ciudad vibraba. Conducir por un paseo del Prado donde las luces de Navidad inundan cada rincón y la calzada no está desierta pero permite circular sin parones hasta encontrar un disco en rojo, era un viaje teñido de gozo para mí. En el coche sonaban con fuerza “Violadores del Verso” y las risas solo eran cortadas por algún que otro momento de euforia. Avanzo hasta Neptuno donde giro por la rotonda hasta tomar la tercera salida, en pocos metros dejo el congreso a estribor. Sigo avanzando y solo escucho mis  gritos y carcajadas pero sin ningún otro coche a la vista. Si bien parece que algo extraño está ocurriendo, la certeza no se produce hasta que de pronto veo aquella torre que cada treinta y uno de diciembre marca el ritmo al que hay que comerse las doce uvas que dan la bienvenida al año nuevo. En esta ocasión me marca a fuego la certeza de que estoy muy equivocado sobre la ruta escogida, la siguiente señal es definitiva, un coche de la policía municipal viene de frente y sus luces me dicen claramente que frene. Los dos policías bajan del vehículo y se dirigen rápidamente hacia mí. Ya solo queda una opción, poner las manos sobre el salpicadero donde los agentes puedan verlas.

Cuatro años después Homer, un hámster ruso que apenas tenía tres semanas de vida, descansaba en su iglú de plástico naranja ajeno a las maquinaciones que elucubrábamos tres compañeras de clase y yo. Acerco la caja que había servido de transportin desde la tienda de animales al oscuro agujero que hace las veces de puerta en este hogar para pequeños roedores. Zarandeo la semicúpula de un lado a otro, luego doy unos golpes en la parte superior del iglú hasta que Homer asustado sale de su casa, en ese momento un giro de noventa grados le deja encerrado en el transportín. Cuando este vuelve a abrirse el miedo atenaza al pequeño roedor, aún habiéndose roto por completo la oscuridad en la que había permanecido durante ese eterno minuto. Otro simple giro del transportín le sitúa en un laberinto donde al pequeño solo le queda una opción, ponerse a temblar.
Si bien los seres humanos desarrollamos las emociones de una manera más compleja que los animales, esencialmente compartimos con muchos de ellos un abanico de emociones básicas entre las que se encuentra el miedo. Imagina que una noche duermes plácidamente en tu cama cuando de repente un enorme temblor, similar al de un terremoto, te despierta. Aturdido, permaneces quieto a la espera de alguna señal que te incite a la acción, a continuación notas fuertes golpes sobre el techo, corres a oscuras hacia la puerta y al atravesar el umbral de la misma una cancela se cierra a tu paso. Estas dentro de un remolque vacío, totalmente oscuro y cerrado. Después de una hora en que te llevan como a ganado, eres arrojado a un enorme laberinto, cuyos pasillos están formados por paredes que llegan hasta donde te alcanza la vista. No hay techo, sobre la cabeza solo puedes ver como una lámpara halógena del tamaño de un avión de pasajeros te ciega con su luz. Los pasillos son largos y toda la superficie que ves es lisa y de un blanco que brilla con fuerza. ¿Sientes miedo?

Pasar una noche detenido no hubiera sido tan traumático para mí si esto hubiera sido la consecuencia de protestar contra alguna guerra o alguna medida impopular, de hecho así yo también hubiera podido presumir de “haber corrido frente a los grises”. Pero para alguien cuyo mayor acto delictivo había sido el robo al despiste de revistas porno en el quiosco del barrio, había muchas posibilidades de que su primera detención estuviera marcada por la imprudencia, una loca imprudencia en este caso. Cuando los policías me indicaron que bajara del coche, la borrachera ya había pasado del momento de desinhibición al de depresión, y mi diarrea verbal se había transformado en una serie de incomprensibles balbuceos entre los que confesé haber bebido demasiado Ballantines. Algo que el olfato de los policías, en su sentido más literal, ya había detectado  tiempo antes.
Después de atravesar Madrid en un suspiro, la sala donde esperaba para realizar el test de alcoholemia sello de manera definitiva mis labios. Un bocazas, experto en estos menesteres, no paraba de gritar y decir gilipolleces. Llegado a este punto el único nexo de unión de mi mente con la realidad solo deseaba que alguien le callara la boca de un hostión, y al menos un agente iba a satisfacer este silencioso deseo. Mientras la culpabilidad iba presionando mi cuello como una corbata en un caluroso día de boda, la constatación de que eran cero coma dieciséis, las décimas de alcohol que marcaban mi conducta como delictiva, no sé si supuso un hundimiento definitivo o el alivio ante una menor incertidumbre.

En psicología, el condicionamiento operante ha mostrado como enseñar a un animal a través del refuerzo y el castigo. Según este, si un animal realiza una conducta por la que obtiene una recompensa tenderá a realizarla cada vez más. Lo mismo ocurrirá si una conducta provoca el fin de un daño para ese animal. Todo esto que parece sencillo, resulto bastante más complicado a la hora de ponerlo en práctica con Homer. Sin contar las innumerables ocasiones en que quedaba petrificado al dejarlo en el laberinto durante eternos minutos, o aquellas veces en que subía por las paredes intentando escapar del laberinto. Lo que más difícil resultaba era encontrar un premio que fuera lo suficientemente importante para que aprendiera a salir del maldito laberinto. Probamos dejándole sin comida dos días antes de los ensayos, quitándole el agua, poniéndole frutos secos, probando después con golosinas, postres y cualquier otra chuminada que se pudiera encontrar para malcriar a un hamster. Hasta que nos dimos cuenta de la evidencia, el laberinto era un jodido castigo para Homer. Le provocaba un miedo tan evidente que este solo cesaba al volver a su jaula, donde Homer rápidamente se escondía en su iglú. Lo vimos claro, Homer no iba a aprender ese maldito recorrido para encontrar un premio lo iba a aprender para dejar de sufrir. La posibilidad de poder refugiarse en su iglú después de pasear por un infierno de pasillos blancos e impolutos hizo que Homer, tras múltiples ensayos, realizara sin errores y en escasos segundos el recorrido correcto ¡Bingo!

El recuerdo de aquella noche en el calabozo está más teñido por las sensaciones que por los pensamientos. Nunca he sentido más frío que esa noche en un agujero del subsuelo madrileño, un frío que abrazaba mis huesos y mordía mi piel. Mientras el silencio de mis labios era sepulcral, las ideas negativas retumbaban en mi mente con la sonoridad de la voz de un tenor. Nada acallaba esas voces, ni los ángeles con sus disfraces de abogado; ni cuando estos me sacaron de aquel de agujero. La noche había sido una maraña difícil de desenredar. Y al igual, que Homer diluía su miedo al entrar en su Iglú, yo disolví el mío al llegar hasta mi Nuri. Mi iglú estaba entre sus brazos, hogar donde por fin podría llorar como un niño desconsolado.

domingo, 6 de mayo de 2012

¿Eternamente Yolanda?


Esto no puede ser no más que una canción
quisiera fuera una declaración de amor,
romántica sin reparar en formas tales
que ponga freno a lo que siento ahora a raudales.

Este párrafo, endulzado por la voz de Pablo Milanes y Victor Manuel, ha sido la melodía que ha entrado en mi cerebro para despertarme esta mañana y suavizar la resaca de un viernes intenso. El vecino que haya puesto esta canción era totalmente ignorante de la malgama de emociones que estaba despertando dentro de mí. Automáticamente he visto a un Iván de catorce años enfrascado en un campamento por el pirineo navarro donde habíamos dormido a la intemperie. Dentro del saco escuchaba esta deliciosa canción en mi walkman mientras cerca dormía Yolanda.

Te amo,
te amo,
eternamente te amo.
Si me faltaras no voy a morirme,
si he de morirme quiero que sea contigo. 

Con doce años descubrí esta canción buceando entre los casetes de Serrat, Sabina o Víctor y Ana que guardaba mi tía. En un principio me llamo la atención por el título, pero desde que la escuche entera este se convirtió en mera escusa. Esa canción expresaba y ponía melodía a la mayor utopía que mi mente había construido. La música tiene un fuerte nexo de unión con la memoria y con las emociones asociadas a ese recuerdo. La actividad neuronal que se produce al escuchar una canción que conocemos se sitúa en el cortex prefrontal, justo por detrás de nuestra frente. Es este el centro del cerebro que más ligado esta a cualidades como la sensibilidad, la inteligencia humana general y la personalidad. Y además este centro tiene conexiones con el sistema límbico, que es el procesador que maneja nuestras emociones. Pues bien, hoy toda esta información teórica se ha puesto en práctica en mi mente durante todo el día al son de la melodiosa voz de Pablo Milanes. Lo que me ha producido una melancolía que, aunque a algunos les pueda parecer absurdo, a mi me ha resultado placentera.

Mi soledad se siente acompañada
por eso a veces se que necesito,
tu mano,
tu mano,
eternamente tu mano.

He recordado su pelo negro, lacio y liso como la crin de aquel caballo al que mi tío me dejaba alimentar en el pueblo; sus grandes ojos castaños y almendrados que saltaban vivaces al objeto de su atención; sus labios carnosos y rosados que mi imaginación recreaba dulces y refrescantes; su piel morena cuando íbamos a la piscina, que parecía bañada en una suave capa de barniz; su escote terso y generoso cuya visión podía regar de testosterona toda la sangre de mi cuerpo; y sus piernas moldeadas, que acababan en unos glúteos firmes y altivos por los que las faldas caían dejando un precioso escalón antes de asomarse al abismo.

Cuando te vi sabía que era cierto
ese temor de hallarme descubierto.
Tú me desnudas con siete razones
me abres el pecho siempre que me colmas.
De amores
de amores,
eternamente de amores.

Desde los once años hasta los dieciséis, estuve enamorado de ella. Viéndola en el grupo de iglesia con el que iba de campamento y en el que cada sábado nos reuníamos para hacer un uso positivo del tiempo libre. Tres fueron las ocasiones en que la dije que estaba enamorado, una de ellas escudado en la cobardía de una carta, y en las tres me encontré con un no por respuesta. Pese a ser amigos, la mirada en la que el otro radia un aura especial fue unidireccional, lo que hizo que Yolanda pasará a convertirse en lo que todos conocemos como un amor platónico. Un sueño tan cercano que podías ver como se esfumaba al intentar agarrarlo con las manos.

Si alguna vez me siento derrotado
renuncio a ver el sol cada mañana.
Rezando el credo que me has enseñado
miro tu cara y digo en la ventana.

Pero si bien es cierto que no conseguí un mísero beso de esos labios tan anhelados, esos cinco años fueron vitales en formar ideas que hoy son parte de lo bueno y malo que soy. Pude sentir el cariño sincero de mi amigo Oscar, que no dudo un segundo en mandarla a dar un paseo cuando esta se le declaro, y que mostro a mis ojos la verdadera dimensión de la palabra amistad. Y es que aun hoy me emociona pensarlo, ya que Yoli era un valor cotizado entre las febriles mentes adolescentes que habitaban en el barrio de las margaritas. Aun así Oscar dejo que ese tren pasara para otros, y me puso a mí por encima de todo, aunque yo le hubiese dicho, con la boca pequeña eso sí, que entendería su decisión.

Yolanda
Yolanda,
eternamente Yolanda.

Otra idea que se formo en mí fue la del amor romántico, el amor febril que te hace soñar y te aleja de la absurda cotidianeidad del día a día. Una idea que aun hoy me guía, pese a haber quemado ya algunas naves. Sueño con la llegada de esa mujer que sea musa en mi interior. Me reconforto en mi cursilería y cada vez apuesto menos fichas en partidas donde lo único que pones en juego son emociones que luego dejan una sensación de frio y vacio. Guardo mis emociones para la jugada maestra donde apostare el todo para ganar a mi musa. Todavía hoy miro con los mismos ojos con los que contemplaba a Yolanda cuando transitaba por la edad del pavo. No sigo enamorado de la Yolanda real, ni siquiera sé que habrá sido de ella, pero aun creo en la princesa que reino en mi cabeza y que alguna vez descubro en otros ojos. Esos ojos eternos que ayer se mezclaban con los mios y con el dulce sabor del ron.

Yolanda,
eternamente Yolanda,
eternamente Yolanda.

http://www.youtube.com/watch?v=l0Neh3eJaig

sábado, 28 de abril de 2012

¡Mamá quiero ser artista!.- Primeros pasos


Todos los niños alimentan su imaginación con sueños en los que sus habilidades son admiradas por todo el mundo. En mi barrio lo habitual era que los chavales soñaran con ser futbolistas y que sus goles enardecieran las gradas, algo que en mi caso no fue así. Pronto empecé a darme cuenta de que no podría ganarme el pan con cualquier actividad que dependiera de una acertada coordinación motriz. En el caso del futbol, por si no lo tenía suficientemente claro, mi queridísimo padre y su cruel sinceridad se encargaron de gravármelo a fuego en el cortex prefrontal. Así que huérfano de sueños deportivos, mis anhelos se centraron en la interpretación. Algo seguramente muy común  en la infancia, y menos extraño aún en un chaval que se pasó toda la enseñanza reglada con una mano levantada y con la otra sujetando el codo para no desfallecer en el intento de participar en clase. Mi afán de hablar en público fue de la mano del anhelo de ser actor, y algunos pasos di, aunque estos fueran torpes e imprecisos.

Para recordar mis primeros pinitos como actor he de remontarme a segundo de EGB. Para aquellos a los que tanto plan de estudio haya dejado perdido, la EGB respondía a las siglas Educación General Básica, y se correspondía con segundo de primaria. Sobre la perdida de mi virginidad teatral, solo puedo recordar que estaba nervioso, no fue como imaginaba y acabe llorando. Esto hace que crezca mi ego con respecto a la perdida de mi virginidad real, por lo que queda claro que cualquier desastre puede ser  adornado en la memoria si le buscamos la comparación adecuada.

Pero volviendo a mi estreno teatral, lo primero que llega a mi mente es el momento en que la seño nos dijo que íbamos a representar un belén viviente el último día de clase antes de las vacaciones de Navidad. Mi cabeza empezó a bullir y a imaginar cual podía ser el papel que me tocaría interpretar, si bien la representación no tenía más diálogo que la presentación de personajes que harían dos compañeros. El primer papel en el que me imaginé fue en el de San José, aunque tampoco me desagradaba ser cualquier rey mago e incluso el ángel anunciador. Ilusiones que iban cayendo en saco roto según iba desentrañandose el reparto.

Pastor, ese fue mi brillante debut interpretativo. Supongo que no habiendo dado papeles para representar una nube, ser pastor era lo mas accesorio que se podía ser en esa obra. Si todo esto supuso una gran frustración inicial, lo peor aún estaba por llegar. Mi mente infantil podía entender que mi padre no pudiera acudir a mi debut por la cantidad de horas que trabajaba. Lo que a mi mente le costó comprender un poco más, fue que ese día mi madre tuviera que acudir a la casa donde limpiaba una vez a la semana. La consecuencía fue vivir mi primera representación llorando desconsoladamente al ver como los padres de mis compañeros llenaban el salón de actos, mientras que a mí solo podía haberme ido a ver mi tía, que se mostro infinitimente comprensiva con mi comportamiento. Años después al ver la foto que inmortaliza mi debut se pueden apreciar unos ojos rojos y vidriosos como consecuencia de la interminable llantina.

Posteriormente puse a pruebas mis dotes de interpretación en algunos gags que representaba en casa cuando celebrábamos un cumpleaños, para mayor chanza de mis primos. Del mismo modo las hogueras en los campamentos se convertían en un escenario ideal para dar rienda suelta a mis dotes interpretativas. Pero si se puede destacar un momento que sirvió para cerrar los primeros pasos en mi corta y fugaz carrera hacía la fama, este fue mi primera aparición televisiva y única todo sea dicho.

“La guardería”, así se llamaba el programa de televisión al que con diez años llevaron a toda mi clase. Teresa Rabal era la presentadora de este programa infantil hecho para que los niños desayunaramos sin molestar demadiado. Sobre la presentadora que llenaba de dulzura tantos discos infantiles, pistas de circo y presentaciones de talento infantil, solo puedo recordar su metamorfosis nada más dejar de grabar las cámaras. En ese momento toda esta dulzura era devorada por la Cruella de Vil más real que haya conocido nunca, tanto por su histriónico carácter como por su manera de devorar tabaco.

Allí se nos dio la oportunidad de contar un chiste a cambio del último disco de la Rabal y de ser protagonista en televisión durante treinta mágicos segundos. En ese momento el repertorio de chistes que había aprendido de mis primos y tíos se hubiera convertido en mi más preciado tesoro, sino fuera por la difícil adaptación a la programación infantil de casi todos ellos. Pese a esto me permitieron contar el más suave, que aun siendo así provocó tal explosión de risa en el plató, que Teresita tras dar paso a publicidad expreso la primera crítica sincera que han recibiodo mis dotes interpretativas: “¡Joder con el pecoso! ¡Con lo inocente que parecía!”.

lunes, 9 de abril de 2012

¡Rubén! ¡Sube con cuidado!

La “señá Carmen”, como así la conocían en el barrio, se levantaba de una cama en la que otra vez no había podido dormir ni un minuto durante las dos horas que había permanecido acostada, después de haber deambulado por la ciudad sin rumbo durante casi toda la noche. Su liturgia mañanera no había cambiado mucho desde que veinte años atrás regresara a su casa y a su barrio. En primer lugar se quitaba las vendas que cubrían las heridas ya cicatrizadas que rodeaban sus muñecas y tobillos, las frotaba ligeramente en un fregadero cuyo agua había abandonado su disfraz incoloro hacía mucho tiempo y las tendía en la cuerda de la terraza. Posteriormente descolgaba las vendas que el día anterior habían pasado por el mismo proceso y con ellas volvía a cubrirse las heridas que solo ante sus ojos permanecían sangrantes.
 Como ocurría diez de cada nueve días, hoy se le había olvidado lavarse. Dicen que la mente es selectiva en sus recuerdos, y ella hacía tiempo que asociaba la bañera a un chorro de agua helada en aquel enorme castillo perdido entre pinares. Es por ello que saltaba ese paso en busca del vestido que se pondría hoy. Quizá eligiera aquel vestido de flores amarillas y naranjas salpicado con alegres mariquitas; o ese en el que salían dibujados tres almendros en flor sobre una mañana primaveral; o aquel otro en el que se mezclaban los dibujos de melocotones, plátanos y manzanas. Pero no, ya había visto nubes salpicando el cielo y esos días le gustaba ponerse aquel viejo vestido negro sobre el que se estampaban cuatro enormes espigas de trigo dorado. Luego agolpaba su pelo blanco en un moño perfecto, que asemejaba su cuero cabelludo a la tapa de una vieja olla.
Después de esto, salía a la calle con un café amargo y un trozo de pan duro como único desayuno. Bajaba lentamente desde aquel quinto piso sin ascensor y su boca desdentada mascullaba un quejido continuo parecido al de las viejas plañideras que murmuran el rosario ante un difunto.  Parecía absorta en sus pensamientos o en el amarillo desgastado de las paredes de la escalera,  pero era perfectamente consciente de los cuchicheos de sus vecinos e incluso del sonido de las mirillas al pasar delante de una puerta. Ese mismo sonido que antecedió a la figura de un policía que treinta años antes había venido a contarle las últimas noticias que había tenido de su Antonio.
Una vez en la calle sus pasos marcaban un sendero que su mente había tejido por primera vez aquella fría mañana en que junto a Antonio salió en busca de Rubén, solo que ahora ya no lo hacía por ningún objetivo en concreto. Probablemente la luz del sol iluminara esa ruta que tenía marcada a fuego en su cabeza y ni los cinco largos años que hubo permanecido en aquel horrible castillo habían podido borrarla de su memoria. El mejor momento en aquella peregrinación diaria llegaba cuando cerca del mediodía accedía al parque que había junto a la iglesia del barrio. Cuando el sol daba una tregua al frio del invierno y la sombra de las moreras hacían más dulce el verano. Entonces se sentaba en el banco y podía escuchar a los gorriones cantando y a los niños jugando en el parque, incluso algunos días podía percibir la risa de Rubén corriendo hacía esa pelota de trapo que tanto le gustaba. Era en esos momentos donde podía abandonar su rezo, porque sus fantasmas permanecían alejados. Sin duda, eran las cuatro horas de paz que cada nuevo día le brindaban.
 Ahora ya solo quedaba levantarse del banco, escuchar los insultos de algunos gamberros del barrio y darse una larga caminata por el paseo que daba acceso a los numerosos colegios e institutos del barrio. Hasta pasar por la puerta del hogar de ancianos donde cada día hacía lo imposible por esquivar a aquella mujer que se definía como una “asistenta social” y que aseguraba querer ayudarla. Pero a la “señá Carmen” ya no la engañaban, esas palabras ya las había oído antes, cuando la separaron de su casa y de la búsqueda de Rubén. También se las había oído a otra mujer perfumada y elegantemente maquillada, a aquel demonio de bata blanca que atravesaba sus sienes con relámpagos en aquel castillo perdido entre pinares. Aquel castillo donde cada noche ataban sus pies y sus manos y que sin saber ni cómo ni porque un día cerraron. Aquella jaula a la que se había acostumbrado y de la que un día, sin explicación alguna, la devolvieron a una casa, que ahora habitaría junto con los fantasmas que ese castillo le había legado.
A media tarde llegaba a su casa, cuando el sol aún agonizaba, para comer algo que en su peregrinaje hubiera encontrado. Permanecía sentada en la terraza con la mirada pérdida en el limbo y abandonaba la casa antes de que sus fantasmas con la oscuridad llegaran. Mientras mis infantiles piernas subían raudas las escaleras, entre el tercero y el cuarto, la encontraba con su paso lento y su rezo monótono. Como siempre la saludaba con prisa y sin atender a las palabras con que siempre me respondía:
-¡Rubén! ¡Sube con cuidado!

martes, 3 de abril de 2012

Butaca vacía para dos

Seguramente comprar entradas para dejar una butaca vacía pueda ser considerado un acto estúpido y fuera de toda lógica. Pues bien, he de entonar el “mea culpa” sobre esta afirmación, ya que llevo dieciséis años con las entradas para una butaca que aun no he llegado a ocupar.

Esta butaca no es la que se compra para un espectáculo de cine o de teatro cualquiera, sino que este asiento está reservado en el cine de la primera discoteca que pise, el cine de la discoteca Kavana, en Getafe.  No creo que muchas de las personas que lleguen a leer esto hayan conocido esta discoteca del extrarradio madrileño, pero creo que muchas de ellas sabrán la connotación que conlleva un cine dentro de una discoteca. Pues en este cine se proyectaban videos y películas durante todo el tiempo que permanecía abierta la disco, videos y películas que no eran vistos por nadie pese a que la sala estuviese llena.

Creo que no sumaran más de treinta las ocasiones en que pise Kavana, y todas ellas están concentradas en el tiempo que va de los catorce a los dieciséis años. Este hecho es común a la mayoría de adolescentes que pasaron por Kavana durante la década de los noventa.  Pues a esta disco todo el mundo dejaba de ir, cuando ya tenía la edad permitida para entrar a la misma.
Aún recuerdo el ritual de beber unos calimotxos en el barrio antes de salir, para después guardar unas seiscientas pesetas para beberte un par de cervezas dentro. Eso sino tenías la fortuna de haber rapiñado ochocientas  pesetas con las que podías beberte un par de copas nacionales, ya que las mil pesetas para dos copas de importación se convertían en un objetivo demasiado alto para la mayoría de adolescente menores de dieciséis años de Getafe.
Pero antes de poder disfrutar de estos brebajes escuchando las canciones de más rabiosa actualidad, había que superar la barrera que suponían los porteros del local. Superar esta barrera era bastante complicado, no solo porque pudieran pedirte el carnet, y descubrir que no tenías los dieciséis años necesarios para pasar. Sino porque si tiraban a cualquiera de tus colegas la hazaña de haber logrado entrar quedaba en nada ante el refrán: “o follamos todos o la puta al rio”.
Una vez dentro la primera sensación era triunfal, corrías a tomar tu primera consumición mientras encendías un cigarrillo cargado de toses y mal sabor. A continuación buscábamos un sitio en la pista donde se pudieran ver de cerca a las gogos, pero que te permitiera ver una entrada por donde pudieran llegar preciosas adolescentes tan cargadas de hormonas como tú. El resto de la tarde podía presentar dos escenarios, emborracharte con tus amigos mientras observabas de manera lasciva a toda chica que pasara cerca de tí o conseguir esa conversación con la “amiga de” que te subía directamente a la sala de cine.
Esa sala de cine donde nadie veía lo que se proyectaba, ya que la vista solo llegaba a la butaca que tenías al lado.  Eso cuando no era una única butaca compartida por dos púberes que no dejaban de mezclar torpemente sus bocas mientras frotaban con ahínco sus cuerpos. Eran pocos los chicos que lograban subir a esa sala siempre que iban a kavana, exceptuando a aquellas primeras almas de voyeur que algunos ya iban descubriendo.
Pero siendo esto cierto, no lo es menos que todos mis amigos lograron subir en alguna ocasión a esa sala. Algunos eran asiduos y otros visitantes esporádicos, pero ninguno quedo sin coger su butaca para ver el espectáculo que se producía a menos de cinco centímetros de su boca.
Como toda regla general, esta tuvo en mí a su cruel excepción, ya que nunca logre subir a esa sala. Sino exceptuamos las ocasiones en que fui a buscar a mis amigos para decirles que ya cerraban y teníamos que volver al barrio. Solo hubo una ocasión en que estuve a las puertas de ese paraíso para adolescentes.
Era verano y la facilidad para entrar era mucho mayor. Ya que pocos quedábamos en el seco y caluroso agosto madrileño, los porteros ensanchabn su manga en busca de clientes con ganas de dejarse la paga en consumiciones. El comando estaba formado por Oscar, Chiky, Marcos y el que os relata. Marcos consiguió butaca muy pronto, mientras que los otros tres aún tomamos un par de cervezas antes de entablar conversación con un grupo de cuatro chicas. Oscar y Chiky pronto subieron con dos de ellas, permitiéndose la licencia de intercambiarse los ligues. Mientras tanto yo conseguí entablar una animada conversación con una de las otras dos chicas que quedaba. Hablamos, reímos e incluso echamos algún baile, hasta que se acerco a mi oído y me dijo en un susurro “voy al baño con mi amiga, y en un momento nos vemos en la puerta del cine”. Mi corazón empezó a palpitar y pude sentir como las pecas que salpimentaban mi cara iban uniéndose, azuzadas por el calor. Fui al baño, tome un trago de agua, retoque la gomina de mi peinado de raya a un lado y me dispuse a salir movido por el cosquilleo que emanaba desde la profundidad de mi estómago. Pero todo ese calor se convirtió en frio polar, cuando vi como la princesa de aquella tarde de verano entraba a la sala acompañada de su amiga y otros dos chicos.
Aun puedo recordar el sabor de la derrota en mi boca, una derrota agria y difícil de digerir. Aunque ayudo mucho a su digestión el par de consumiciones al que me invitaron mis amigos cuando salieron del cine. No penséis que esta invitación fue para superar la derrota, ya que siempre había días en que unos invitábamos a otros. Además, solo esta princesa a tiempo parcial y yo fuimos conscientes del varapalo que acababa de sufrir.
Desde entonces aún guardo las entradas para esa butaca para dos, sin haber sido capaz de cobrármelas. Ya que mis métodos para intimar con féminas en este tipo de lugares,  han estado siempre muy alejados del éxito. Pero años después he podido descubrir como esas entradas sin usar nunca han provocado en mi infelicidad, sino nostalgia…