jueves, 24 de mayo de 2012

¡Iglú, dulce iglú!


Faltarían dos semanas para que la Navidad llegara a Madrid, era una fría noche de jueves y la ciudad vibraba. Conducir por un paseo del Prado donde las luces de Navidad inundan cada rincón y la calzada no está desierta pero permite circular sin parones hasta encontrar un disco en rojo, era un viaje teñido de gozo para mí. En el coche sonaban con fuerza “Violadores del Verso” y las risas solo eran cortadas por algún que otro momento de euforia. Avanzo hasta Neptuno donde giro por la rotonda hasta tomar la tercera salida, en pocos metros dejo el congreso a estribor. Sigo avanzando y solo escucho mis  gritos y carcajadas pero sin ningún otro coche a la vista. Si bien parece que algo extraño está ocurriendo, la certeza no se produce hasta que de pronto veo aquella torre que cada treinta y uno de diciembre marca el ritmo al que hay que comerse las doce uvas que dan la bienvenida al año nuevo. En esta ocasión me marca a fuego la certeza de que estoy muy equivocado sobre la ruta escogida, la siguiente señal es definitiva, un coche de la policía municipal viene de frente y sus luces me dicen claramente que frene. Los dos policías bajan del vehículo y se dirigen rápidamente hacia mí. Ya solo queda una opción, poner las manos sobre el salpicadero donde los agentes puedan verlas.

Cuatro años después Homer, un hámster ruso que apenas tenía tres semanas de vida, descansaba en su iglú de plástico naranja ajeno a las maquinaciones que elucubrábamos tres compañeras de clase y yo. Acerco la caja que había servido de transportin desde la tienda de animales al oscuro agujero que hace las veces de puerta en este hogar para pequeños roedores. Zarandeo la semicúpula de un lado a otro, luego doy unos golpes en la parte superior del iglú hasta que Homer asustado sale de su casa, en ese momento un giro de noventa grados le deja encerrado en el transportín. Cuando este vuelve a abrirse el miedo atenaza al pequeño roedor, aún habiéndose roto por completo la oscuridad en la que había permanecido durante ese eterno minuto. Otro simple giro del transportín le sitúa en un laberinto donde al pequeño solo le queda una opción, ponerse a temblar.
Si bien los seres humanos desarrollamos las emociones de una manera más compleja que los animales, esencialmente compartimos con muchos de ellos un abanico de emociones básicas entre las que se encuentra el miedo. Imagina que una noche duermes plácidamente en tu cama cuando de repente un enorme temblor, similar al de un terremoto, te despierta. Aturdido, permaneces quieto a la espera de alguna señal que te incite a la acción, a continuación notas fuertes golpes sobre el techo, corres a oscuras hacia la puerta y al atravesar el umbral de la misma una cancela se cierra a tu paso. Estas dentro de un remolque vacío, totalmente oscuro y cerrado. Después de una hora en que te llevan como a ganado, eres arrojado a un enorme laberinto, cuyos pasillos están formados por paredes que llegan hasta donde te alcanza la vista. No hay techo, sobre la cabeza solo puedes ver como una lámpara halógena del tamaño de un avión de pasajeros te ciega con su luz. Los pasillos son largos y toda la superficie que ves es lisa y de un blanco que brilla con fuerza. ¿Sientes miedo?

Pasar una noche detenido no hubiera sido tan traumático para mí si esto hubiera sido la consecuencia de protestar contra alguna guerra o alguna medida impopular, de hecho así yo también hubiera podido presumir de “haber corrido frente a los grises”. Pero para alguien cuyo mayor acto delictivo había sido el robo al despiste de revistas porno en el quiosco del barrio, había muchas posibilidades de que su primera detención estuviera marcada por la imprudencia, una loca imprudencia en este caso. Cuando los policías me indicaron que bajara del coche, la borrachera ya había pasado del momento de desinhibición al de depresión, y mi diarrea verbal se había transformado en una serie de incomprensibles balbuceos entre los que confesé haber bebido demasiado Ballantines. Algo que el olfato de los policías, en su sentido más literal, ya había detectado  tiempo antes.
Después de atravesar Madrid en un suspiro, la sala donde esperaba para realizar el test de alcoholemia sello de manera definitiva mis labios. Un bocazas, experto en estos menesteres, no paraba de gritar y decir gilipolleces. Llegado a este punto el único nexo de unión de mi mente con la realidad solo deseaba que alguien le callara la boca de un hostión, y al menos un agente iba a satisfacer este silencioso deseo. Mientras la culpabilidad iba presionando mi cuello como una corbata en un caluroso día de boda, la constatación de que eran cero coma dieciséis, las décimas de alcohol que marcaban mi conducta como delictiva, no sé si supuso un hundimiento definitivo o el alivio ante una menor incertidumbre.

En psicología, el condicionamiento operante ha mostrado como enseñar a un animal a través del refuerzo y el castigo. Según este, si un animal realiza una conducta por la que obtiene una recompensa tenderá a realizarla cada vez más. Lo mismo ocurrirá si una conducta provoca el fin de un daño para ese animal. Todo esto que parece sencillo, resulto bastante más complicado a la hora de ponerlo en práctica con Homer. Sin contar las innumerables ocasiones en que quedaba petrificado al dejarlo en el laberinto durante eternos minutos, o aquellas veces en que subía por las paredes intentando escapar del laberinto. Lo que más difícil resultaba era encontrar un premio que fuera lo suficientemente importante para que aprendiera a salir del maldito laberinto. Probamos dejándole sin comida dos días antes de los ensayos, quitándole el agua, poniéndole frutos secos, probando después con golosinas, postres y cualquier otra chuminada que se pudiera encontrar para malcriar a un hamster. Hasta que nos dimos cuenta de la evidencia, el laberinto era un jodido castigo para Homer. Le provocaba un miedo tan evidente que este solo cesaba al volver a su jaula, donde Homer rápidamente se escondía en su iglú. Lo vimos claro, Homer no iba a aprender ese maldito recorrido para encontrar un premio lo iba a aprender para dejar de sufrir. La posibilidad de poder refugiarse en su iglú después de pasear por un infierno de pasillos blancos e impolutos hizo que Homer, tras múltiples ensayos, realizara sin errores y en escasos segundos el recorrido correcto ¡Bingo!

El recuerdo de aquella noche en el calabozo está más teñido por las sensaciones que por los pensamientos. Nunca he sentido más frío que esa noche en un agujero del subsuelo madrileño, un frío que abrazaba mis huesos y mordía mi piel. Mientras el silencio de mis labios era sepulcral, las ideas negativas retumbaban en mi mente con la sonoridad de la voz de un tenor. Nada acallaba esas voces, ni los ángeles con sus disfraces de abogado; ni cuando estos me sacaron de aquel de agujero. La noche había sido una maraña difícil de desenredar. Y al igual, que Homer diluía su miedo al entrar en su Iglú, yo disolví el mío al llegar hasta mi Nuri. Mi iglú estaba entre sus brazos, hogar donde por fin podría llorar como un niño desconsolado.

1 comentario:

  1. Felicidades Iván!!! Me encanta, de verdad que sí. GEnial!!!!
    Besitos.
    Cris Pin

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